Kristin M. Jones "Pisadas en la Tierra" 2004




       La belleza es una herramienta incisiva en los proyectos de Adriana Miranda. Proyectos que giran generalmente en torno al conflicto entre la naturaleza –-en especial el estado natural de la humanidad-- y las presiones que surgen de su organización social. Miranda, agudamente consciente del pasado, toma como base para su trabajo los escritos de Jean-Jacques Rousseau, concretamente aquellos en donde el autor pone énfasis en el valor de la emoción humana. Otras fuentes son la música, la literatura y la teoría romántica del siglo XIX, un período de cambio social dramático que arroja luz sobre el presente. Curiosamente, Miranda utiliza siempre un formato horizontal que refleja su preocupación con el horizonte aún cuando éste no se haga presente en su obra. El régimen cartesiano de perspectiva se nos aparece entonces como una presencia fantasmal, un encuadre implícito para su sutil crítica social.
       De hecho, la primera de las nueve escenas fotografiadas en la ciudad de New York (ciudad donde vive actualmente la artista) es una imagen en perspectiva del interior de una estación de subterráneos: un largo corredor que lleva hasta una oxidada puerta y que evoca poderosamente la arquitectura fantástica de las prisiones de Giovanni Battista Piranesi. Calabozos imaginarios que representan la oscura visión del pasado clásico del grabador italiano. Las fotografías de Miranda sugieren un viaje interior y solitario que progresa desde las penumbras subterráneas en las entrañas de la tierra hasta una periferia exterior y extrema. Palimpsestos crípticos formados por capas de chicles ennegrecidos, parcialmente cubiertos por un agua sucia y gelatinosa, y a los que, un puñado de pisadas anónimas en la nieve les suceden. Como explica Miranda: “uno camina por el cemento cubierto con capas de chicle y parece barro. Cada trozo de chicle representa una persona. ¿Han visto alguna vez a alguien tirar un chicle? Yo no. Para mí eso es un síntoma de formalidad extrema, algo que vuelve a las acciones invisibles, y en consecuencia surge una falta de comunicación debido a una ausencia de emoción. La ciudad se vuelve una ciudad vacía”. “Las huellas en la nieve”, dice ella, “vuelven visibles a los caminantes”.
       Como en un trance, el viajero sortea formas colgantes que recuerdan vampiros, una chimenea que en la distancia evoca un paisaje industrial del siglo XIX, y por asociación, trae a la mente la ficción gótica,  con sus muertos vivos amputados violentamente de sus emociones humanas. Después hay árboles que se tornan rojos bajo la luz de la tarde, fotografiados en la desértica isla North Brother a orillas del Bronx, un espacio que guarda las ruinas de un viejo hospital que alguna vez albergó pacientes con enfermedades mentales. Finalmente, aparecen unos huevos bañados por la luz del sol poniente, evocando así la obsesión con la riqueza material que llevó a miles de civilizaciones a destruirse unas a otras; el huevo también, por supuesto, como la promesa de un nuevo comienzo. Con respecto a la magnificencia de la luz del sol que destila esta imagen, Miranda ha sugerido que el oro podría ser una forma de materializar una belleza sin control.
       Al vivir y trabajar en los Estados Unidos durante los últimos años, Miranda ha sido partícipe de los cambios sucedidos en la Argentina con una distancia que le ha dado esperanza y frustración. Su deseo de destruir una jerarquía política y social persistentemente sombría aparece con fuerza en la forma piramidal con que dispone sus fotografías. Estas imágenes conllevan una crítica melancólica a un sistema ideológico que resulta en la dominación de los muchos para el beneficio de una elite privilegiada. La base de la pirámide está formada por escenas fotografiadas en el santuario de la Difunta Correa en  la provincia argentina de San Juan, un lugar donde casas en miniatura han sido llevadas y dejadas ahí por millones de visitantes desconocidos. Son modelos que evocan tanto el sueño como la realidad, un espacio donde la fantasía toma forma: quizá el único hogar que el suplicante podrá poseer o el simulacro de un techo recibido. Pero en este mundo no hay horizonte visible, sólo una preocupación desnuda y punzante por obtener algo de confort y protección. Sobre estas casas y sobre sus hacedores recae un peso tremendo, cuyos únicos rastros visibles son las pisadas dejadas en la tierra alrededor de las casas.
       En los antiguos simbolismos, la pirámide y el triángulo eran la imagen de una perfección elusiva. Así, la composición propuesta por Miranda evoca en particular un ojo todopoderoso que corona una pirámide, un símbolo masón del siglo XVIII que le otorga un misterio desconcertante a los dólares norteamericanos. Acá sin embargo, el ostensiblemente benévolo órgano de la vista es reemplazado por una copia fotográfica  en blanco o quizá, ciega.  Las imágenes de Buenos Aires colocadas en el medio de la pirámide contrastan abiertamente con las fotografías que forman su base: una metrópolis tecnológica cubierta por antenas de televisión y radio, herramientas que transmiten conocimiento y que parecen apenas rozar las nubes bajas, mientras las humildes construcciones se amontonan cerca de la tierra. Esto último es apropiado dado que en algunas creencias la base de la pirámide simboliza la tierra.
       Una carta lírica a una planta doméstica: un video en loop mediante una edición rítmica, llena de humor, contemplativa y repleta de emociones, retrata el cactus que Miranda guarda en su departamento de Nueva York. El uso de la cámara mini-DV le otorga a las imágenes una cualidad aplastada, como la de un dibujo, y una sensación de boceto espontáneo y provisorio. Aquí, la intensa desilusión que destilan las fotografías tomadas en Argentina y la revulsión y toma de distancia de la emoción que las imágenes de Nueva York sugieren en sus ecos a la ficción gótica, encuentran finalmente respiro en un fértil y tiernamente guardado espacio personal.

Kri Kristin M.  Jones, catálogo de la muestra “Corazón de Rubí”, New York, agosto 2004