La belleza
es una herramienta incisiva en los proyectos de Adriana Miranda. Proyectos que
giran generalmente en torno al conflicto entre la naturaleza –-en especial el
estado natural de la humanidad-- y las presiones que surgen de su organización
social. Miranda, agudamente consciente del pasado, toma como base para su
trabajo los escritos de Jean-Jacques Rousseau, concretamente aquellos en donde
el autor pone énfasis en el valor de la emoción humana. Otras fuentes son la
música, la literatura y la teoría romántica del siglo XIX, un período de cambio
social dramático que arroja luz sobre el presente. Curiosamente, Miranda
utiliza siempre un formato horizontal que refleja su preocupación con el
horizonte aún cuando éste no se haga presente en su obra. El régimen cartesiano
de perspectiva se nos aparece entonces como una presencia fantasmal, un
encuadre implícito para su sutil crítica social.
De hecho, la primera de las nueve
escenas fotografiadas en la ciudad de New York (ciudad donde vive actualmente
la artista) es una imagen en perspectiva del interior de una estación de
subterráneos: un largo corredor que lleva hasta una oxidada puerta y que evoca
poderosamente la arquitectura fantástica de las prisiones de Giovanni Battista
Piranesi. Calabozos imaginarios que representan la oscura visión del pasado
clásico del grabador italiano. Las fotografías de Miranda sugieren un viaje
interior y solitario que progresa desde las penumbras subterráneas en las
entrañas de la tierra hasta una periferia exterior y extrema. Palimpsestos
crípticos formados por capas de chicles ennegrecidos, parcialmente cubiertos
por un agua sucia y gelatinosa, y a los que, un puñado de pisadas anónimas en
la nieve les suceden. Como explica Miranda: “uno camina por el cemento cubierto
con capas de chicle y parece barro. Cada trozo de chicle representa una
persona. ¿Han visto alguna vez a alguien tirar un chicle? Yo no. Para mí eso es
un síntoma de formalidad extrema, algo que vuelve a las acciones invisibles, y
en consecuencia surge una falta de comunicación debido a una ausencia de
emoción. La ciudad se vuelve una ciudad vacía”. “Las huellas en la nieve”, dice
ella, “vuelven visibles a los caminantes”.
Como en un trance, el viajero sortea formas colgantes
que recuerdan vampiros, una chimenea que en la distancia evoca un paisaje
industrial del siglo XIX, y por asociación, trae a la mente la ficción
gótica, con sus muertos vivos
amputados violentamente de sus emociones humanas. Después hay árboles que se
tornan rojos bajo la luz de la tarde, fotografiados en la desértica isla North
Brother a orillas del Bronx, un espacio que guarda las ruinas de un viejo
hospital que alguna vez albergó pacientes con enfermedades mentales.
Finalmente, aparecen unos huevos bañados por la luz del sol poniente, evocando
así la obsesión con la riqueza material que llevó a miles de civilizaciones a
destruirse unas a otras; el huevo también, por supuesto, como la promesa de un
nuevo comienzo. Con respecto a la magnificencia de la luz del sol que destila
esta imagen, Miranda ha sugerido que el oro podría ser una forma de
materializar una belleza sin control.
Al vivir y trabajar en los Estados
Unidos durante los últimos años, Miranda ha sido partícipe de los cambios
sucedidos en la Argentina con una distancia que le ha dado esperanza y
frustración. Su deseo de destruir una jerarquía política y social
persistentemente sombría aparece con fuerza en la forma piramidal con que
dispone sus fotografías. Estas imágenes conllevan una crítica melancólica a un
sistema ideológico que resulta en la dominación de los muchos para el beneficio
de una elite privilegiada. La base de la pirámide está formada por escenas
fotografiadas en el santuario de la Difunta Correa en la provincia argentina de San Juan, un lugar donde casas en
miniatura han sido llevadas y dejadas ahí por millones de visitantes
desconocidos. Son modelos que evocan tanto el sueño como la realidad, un
espacio donde la fantasía toma forma: quizá el único hogar que el suplicante
podrá poseer o el simulacro de un techo recibido. Pero en este mundo no hay
horizonte visible, sólo una preocupación desnuda y punzante por obtener algo de
confort y protección. Sobre estas casas y sobre sus hacedores recae un peso
tremendo, cuyos únicos rastros visibles son las pisadas dejadas en la tierra
alrededor de las casas.
En los antiguos simbolismos, la pirámide y el triángulo
eran la imagen de una perfección elusiva. Así, la composición propuesta por
Miranda evoca en particular un ojo todopoderoso que corona una pirámide, un
símbolo masón del siglo XVIII que le otorga un misterio desconcertante a los
dólares norteamericanos. Acá sin embargo, el ostensiblemente benévolo órgano de
la vista es reemplazado por una copia fotográfica en blanco o quizá, ciega. Las imágenes de Buenos Aires colocadas en el medio de
la pirámide contrastan abiertamente con las fotografías que forman su base: una
metrópolis tecnológica cubierta por antenas de televisión y radio, herramientas
que transmiten conocimiento y que parecen apenas rozar las nubes bajas,
mientras las humildes construcciones se amontonan cerca de la tierra. Esto
último es apropiado dado que en algunas creencias la base de la pirámide
simboliza la tierra.
Una carta lírica a una planta
doméstica: un video en loop mediante una edición rítmica, llena de humor,
contemplativa y repleta de emociones, retrata el cactus que Miranda guarda en
su departamento de Nueva York. El uso de la cámara mini-DV le otorga a las
imágenes una cualidad aplastada, como la de un dibujo, y una sensación de
boceto espontáneo y provisorio. Aquí, la intensa desilusión que destilan las
fotografías tomadas en Argentina y la revulsión y toma de distancia de la
emoción que las imágenes de Nueva York sugieren en sus ecos a la ficción
gótica, encuentran finalmente respiro en un fértil y tiernamente guardado
espacio personal.
Kri Kristin M. Jones, catálogo de
la muestra “Corazón de Rubí”, New York, agosto 2004